CAPÍTULO X.
De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno, y del
peligro en que se vio con una turba de yangüeses
Ya en este tiempo se había levantado
Sancho Panza, algo maltratado de los
mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor
don
Quijote, y rogaba a
Dios en su
corazón fuese servido de darle vitoria y que
en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo
había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía
a subir sobre
Rocinante, llegó a tenerle el estribo; y antes que subiese se
hincó de rodillas delante dél, y, asiéndole de la mano, se la besó y le
dijo:
-Sea
vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno de
la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado; que, por grande que
sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro
que haya gobernado ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió don Quijote:
-Advertid, hermano
Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no
son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana
otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos. Tened paciencia, que
aventuras se ofrecerán donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino
más adelante.
Agradecióselo mucho
Sancho, y, besándole otra vez la mano y la falda de la
loriga, le ayudó a subir sobre
Rocinante; y él subió sobre su asno y
comenzó a seguir a su señor, que, a paso tirado, sin despedirse ni hablar
más con las del coche, se entró por un
bosque que allí junto estaba.
Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba tanto
Rocinante que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo que
se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante
hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:
-Paréceme,
señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia; que,
según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes, no será mucho que den
noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan; y a fe que si lo
hacen, que primero que salgamos de la cárcel que nos ha de sudar el hopo.
-Calla -dijo don Quijote-. Y ¿dónde has visto tú, o leído jamás, que
caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que
hubiese cometido?
-Yo no sé nada de omecillos -respondió Sancho-, ni en mi vida le caté a
ninguno; sólo sé que la
Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en
el campo, y en esotro no me entremeto.
-Pues no tengas pena, amigo -respondió don Quijote-, que yo te sacaré de
las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime, por
tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de
la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío
en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más
maña en el derribar?
-La verdad sea -respondió
Sancho- que yo no he leído ninguna historia
jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar es que más
atrevido amo que
vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi
vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo
dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha
sangre de esa oreja; que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en
las alforjas.
-Todo eso fuera bien escusado -respondió don Quijote- si a mí se me
acordara de hacer una redoma del
bálsamo de Fierabrás, que con sola una
gota se ahorraran tiempo y medicinas.
-¿Qué redoma y qué bálsamo es ése? -dijo Sancho Panza.
-Es un bálsamo -respondió don Quijote- de quien tengo la receta en la
memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar
morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por
medio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte
del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que
la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla,
advirtiendo de encajallo igualmente y al justo; luego me darás a beber
solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que
una manzana.
-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí el gobierno de la
prometida ínsula, y no quiero otra cosa, en pago de mis muchos y buenos
servicios, sino que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor;
que para mí tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no
he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es
de saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondió don
Quijote.
-¡Pecador de mí! -replicó Sancho-. ¿Pues a qué aguarda vuestra merced a
hacelle y a enseñármele?
-Calla,
amigo -respondió don Quijote-, que mayores secretos pienso
enseñarte y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja
me duele más de lo que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote llegó
a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y, puesta la mano en la
espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
-Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro
Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo
el grande marqués de
Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino
Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y
otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas,
hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
-Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió lo
que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del
Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no
comete nuevo delito.
-Has hablado y apuntado muy bien -respondió don Quijote-; y así, anulo el
juramento en cuanto lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole y
confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite
por fuerza otra celada tal y tan buena como ésta a algún caballero. Y no
pienses, Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien
imitar en ello; que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de
Mambrino, que tan caro le costó a
Sacripante.
-Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío -replicó
Sancho-; que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la
conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos hombre
armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento, a
despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir
vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el
juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced
quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos
caminos no andan hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no sólo
no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de
su vida.
-Engáñaste en eso -dijo don Quijote-, porque no habremos estado dos horas
por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron
sobre Albraca a la conquista de
Angélica la Bella.
-Alto, pues; sea ansí -dijo Sancho-, y a Dios prazga que nos suceda bien, y
que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y
muérame yo luego.
-Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno; que, cuando
faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca o el de Soliadisa, que te
vendrán como anillo al dedo; y más, que, por ser en tierra firme, te debes
más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas
alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde
alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho; porque yo te voto
a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
-Aquí trayo una cebolla, y un poco de queso y no sé cuántos mendrugos de
pan -dijo Sancho-, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente
caballero como vuestra merced.
-¡Qué mal lo entiendes! -respondió don Quijote-. Hágote saber, Sancho, que
es honra de los caballeros andantes no comer en un mes; y, ya que coman,
sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si
hubieras leído tantas historias como yo; que, aunque han sido muchas, en
todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes
comiesen, si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían,
y los demás días se los pasaban en flores. Y, aunque se deja entender que
no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales,
porque, en efeto, eran hombres como nosotros, hase de entender también que,
andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin
cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como
las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a
mí me da gusto. Ni querrás tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería
andante de sus quicios.
-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-; que, como yo no sé leer ni
escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la
profesión caballeresca; y, de aquí adelante, yo proveeré las alforjas de
todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí
las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia.
-No digo yo, Sancho -replicó don Quijote-, que sea forzoso a los caballeros
andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más
ordinario sustento debía de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban
por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.
-Virtud es -respondió Sancho- conocer esas yerbas; que, según yo me voy
imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.
Y, sacando, en esto, lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y
compaña. Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con
mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diéronse
priesa por llegar a poblado antes que anocheciese; pero faltóles el
sol, y
la esperanza de alcanzar lo que deseaban, junto a unas chozas de unos
cabreros, y así, determinaron de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre
para
Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al
cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer
un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.