CAPÍTULO XIV.
Donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor,
con otros no esperados sucesos
Canción de Grisóstomo
Ya que quieres, cruel, que se publique,
de lengua en lengua y de una en otra gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo
infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al rüido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa
muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano;
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable
muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!,
vivo
celoso, ausente, desdeñado y
cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos, ponedme un hierro en estas manos!
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que, en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y, con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del
corazón profunda llaga,
de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta,
descubre que el fin mío fue tu
fiesta;
mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su
canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto;
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
-si ya a un desesperado son debidas-
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.
Bien les pareció, a los que escuchado habían, la canción de
Grisóstomo,
puesto que el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la
relación que él había oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella
se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio
del buen crédito y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Ambrosio,
como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su amigo:
-Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis que cuando
este desdichado escribió esta canción estaba ausente de Marcela, de quien
él se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia
de sus ordinarios fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no
le fatigue ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los
celos imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y con
esto queda en su punto la verdad que la fama pregona de la bondad de
Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante y un mucho
desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta alguna.
-Así es la verdad -respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo
estorbó una maravillosa visión -que tal parecía ella- que improvisamente se
les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la peña donde se cavaba la
sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su
hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con
admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no
quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas, apenas la
hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, le dijo:
-¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con
tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad
quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición,
o a ver desde esa altura, como otro despiadado
Nero, el incendio de su
abrasada
Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la
ingrata hija al de su padre
Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué
es aquello de que más gustas; que, por saber yo que los pensamientos de
Grisóstomo jamás dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te
obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos.
-No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho -respondió
Marcela-, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de
razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me
culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no
será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una
verdad a los discretos.
»Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin
ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el
amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros.
Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo
hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté
obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que
podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo
digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir ''Quiérote por hermosa; hasme
de amar aunque sea feo''. Pero, puesto caso que corran igualmente las
hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas
hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad;
que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las
voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar;
porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los
deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de
ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por
qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís
que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me
hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades?
Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que
tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni
escogella. Y, así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que
tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo
merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer
honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema
ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son
adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de
parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo
y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada
por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su
gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?
»Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos.
Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos
arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis
pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los
que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los
deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a
Grisóstomo
ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos bien se puede decir que antes le
mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus
pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo
que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me
descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en
perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi
recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este
desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento,
¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le
entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor
intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido:
¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese
el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas
esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero
no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni
admito.
»El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar
que tengo de amar por elección es escusado. Este general desengaño sirva a
cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase,
de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni
desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los
desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera
y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata,
no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga;
que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta
desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna
manera. Que si a
Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué
se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza
con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que
quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas
propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de
sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito
aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación
honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me
entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí
salen, es a contemplar la hermosura del
cielo, pasos con que camina el alma
a su morada primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y
se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando
admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que
allí estaban. Y algunos dieron muestras -de aquellos que de la poderosa
flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos- de quererla seguir,
sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual visto
por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería,
socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su
espada, en altas e inteligibles voces, dijo:
-Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a
seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía.
Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa
que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender
con los deseos de ninguno de sus amantes, a cuya causa es justo que, en
lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los
buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan
honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o porque Ambrosio les dijo
que concluyesen con lo que a su buen amigo debían, ninguno de los pastores
se movió ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los
papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas
de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto
que se acababa una losa que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con
un epitafio que había de decir desta manera:
Yace aquí de un amador
el mísero cuerpo helado,
que fue pastor de ganado,
perdido por desamor.
Murió a manos del rigor
de una esquiva hermosa ingrata,
con quien su imperio dilata
la tiranía de su
amor.
Luego esparcieron por cima de la
sepultura muchas flores y ramos, y, dando
todos el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron dél. Lo mesmo hicieron
Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus huéspedes y de los
caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a Sevilla, por ser
lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y tras cada
esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció el
aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces
no quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas
sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban
llenas. Viendo su buena determinación, no quisieron los caminantes
importunarle más, sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y
prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la
historia de Marcela y Grisóstomo como de las locuras de
don Quijote. El
cual determinó de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que
él podía en su servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta
en el discurso desta verdadera historia, dando aquí fin la segunda parte.